El procedimiento debía ser rápido y secreto. Solo las luces reglamentarias quedaban prendidas para que el avión pudiera despegar en la noche profunda en Campo de Mayo. El resto era oscuridad. Hasta la pista llegaban camiones o camionetas –que, en muchos casos, llamaban fiambreras porque trasladaban “fiambres” (muertos o personas que pasarían a estarlo). Los secuestrados bajaban y eran inyectados con drogas que los adormecían. Recién entonces los subían a la aeronave, que partía hacia las aguas para deshacerse de su “carga”. Era la fase final del exterminio que se llevó adelante durante la última dictadura: el último estadío que debía asegurar que esos seres humanos ya no volvieran a aparecer y que no hubiera prueba de ese crimen. Pero sus cuerpos aparecieron en las costas y, hoy, por sus asesinatos, deben responder los responsables del Batallón de Aviación 601 con sede en Campo de Mayo y el multicondenado Santiago Omar Riveros, el comandante de Institutos Militares que estuvo a cargo de la represión en toda la zona. Mañana lunes 4 de julio, por primera vez, un tribunal oral deberá dictar sentencia a quienes estuvieron a cargo de la última etapa de la desaparición de personas en la principal guarnición militar de la Argentina.

Pretendieron que fuera un secreto, un misterio o un fantasma pero la mecánica de los vuelos en Campo de Mayo se conoció a poco de iniciada la dictadura. Uno de los primeros en denunciarla fue Rodolfo Walsh en su carta abierta, redactada y distribuida antes de ser emboscado por una patota de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) en marzo de 1977. Siete años después, el sobreviviente Juan Carlos “Cacho” Scarpati explicó cómo se vivían los “traslados” desde el Campito –uno de los centros clandestinos que funcionó en Campo de Mayo. En general, sucedían una vez por semana, pero llegó a haber dos o tres traslados semanales. Los guardias nombraban a algunos de los secuestrados, los hacían salir y subirse a unos camiones que esperaban con sus motores en marcha. Después, los camiones regresaban con la ropa y ésta se quemaba.

Para la misma época, algunos integrantes de los servicios de inteligencia declararon ante la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep). El 10 de enero de 1984, un tal “Pepe” le mandó una carta a Ernesto Sábato –que presidía el organismo encargado de investigar lo sucedido en la dictadura– en la que decía que los vuelos habían sido la mecánica principal adoptada en Campo de Mayo para deshacerse de los detenidos-desaparecidos. Otro exagente del Batallón de Inteligencia 601 se presentó a atestiguar en la misma sintonía. “Estos traslados se efectuaban desde la pista del Batallón de Aviación de Ejército”, precisó Oscar Edgardo Rodríguez. Francisco Valdés, por su parte, habló de los “vuelos sin retorno aguas afuera”.

En los años ‘90 –después de que la confesión del marino Adolfo Scilingo causara una conmoción generalizada– apareció el sargento Víctor Ibáñez hablando de los “vuelos fantasmas” de Campo de Mayo, que, en realidad, no eran tan espectrales porque a él le tocaba limpiar los aviones que regresaban ensangrentados después de la navegación nocturna. Este diario también reveló lo que dijo en 1991 en un reclamo administrativo Eduardo Francisco Stigliano, que había oficiado como jefe de la Sección de Operaciones Especiales (SOE) de Campo de Mayo. Stigliano relató que le habían ordenado matar a las personas que estaban secuestradas a través de los médicos que estaban a su cargo. Para eso les inyectaban con Ketalar, las subían envueltas en nylon a los aviones o helicópteros y las tiraban al Río de La Plata.

El plano que en 1984 aporta

La mecánica final

Lo que en los años ‘80 o ‘90 declararon algunos militares o integrantes de los servicios de inteligencia fue confirmado por muchos conscriptos que declararon en el juicio por los vuelos en Campo de Mayo que se inició en octubre de 2020. Entre 1976 y 1977, 804 muchachos hicieron el Servicio Militar Obligatorio (SMO) en el Batallón de Aviación de Campo de Mayo. Muchos de ellos fueron convocados a declarar, impulsado particularmente por el abogado querellante Pablo Llonto.

Uno de ellos relató ante el Tribunal Oral Federal (TOF) 2 de San Martín un diálogo con su superior que le permitió comprobar para qué se usaban los aviones:

–¿Tiran paracaidistas de noche?– preguntó el conscripto.

–No sea boludo, soldado. ¿No sabe cómo llaman al avión ése? A ese avión le dicen el verdugo.

El avión que volaba en 1976 y que llamaban “verdugo” es el Twin Otter, que actualmente opera para una empresa canadiense, según publicó este diario. Durante ese año también algunos conscriptos mencionaron la presencia de los Fokker de la Fuerza Aérea. Eran aviones de gran porte que el Ejército no tenía. Para principios de 1977, esa falta se compensó con la adquisición de los Fiat G-222, que fueron a buscar a Italia. Hay otros que mencionan que también se emplearon los helicópteros Bell, que permitían volar sin puerta.

Algunos de los conscriptos relataron que encontraron “chucherías” cerca de la pista que se usaba para los vuelos nocturnos. Un zapato de mujer. Una ropa de varón. Otros hallaron ampollas de Ketalar o una jeringa. Siempre les ordenaron el silencio. No preguntar. O hacer cuerpo a tierra para no ver. Otros vieron manchas de sangre y, en general, sabían que los vuelos duraban entre dos o tres horas y que el destino común era Punta Indio.

«Se confirma la trascendencia que tiene la declaración masiva de conscriptos porque da resultados únicos. Sus aportes permitieron reconstruir casi el minuto a minuto«, evalúa Llonto en diálogo con Página/12.  “Hemos podido llevar a juicio todo lo sucedido con la aviación del Ejército, la fase final o lo que ellos llamaban la disposición final sobre los cuerpos y así saber qué hacían con las personas mientras sus familiares las buscaban. Son casos complejos porque todo se desarrolla en la clandestinidad”, apunta el fiscal Marcelo García Berro –que intervino en el proceso junto con Mercedes Soiza Reilly. “La única forma de reconstruir lo que sucedió fue a través de los testimonios de los soldados. Algunos conscriptos aportaron los nombres de pilotos de los vuelos, por lo que pedimos que se los investigue”.

Las víctimas

El juicio estuvo centrado en lo que sucedió con cuatro personas que se pudo acreditar que estuvieron secuestradas en el Campito y cuyos restos fueron hallados en la costa argentina.

Juan Carlos Rosace estaba en la secundaria cuando fue secuestrado. Fue en la madrugada del 5 de noviembre de 1976 cuando una patota llegó hasta su casa en Santos Lugares y se lo llevó. En la tarde de ese mismo día, secuestraron a su amigo Adrián Accrescinbeni de la puerta de la Escuela Nacional de Educación Técnica (ENET) 2 “Emilio Mitre” de San Martín. Un compañero de estudios y el profesor que fue a hacer la denuncia recordaron que Juan Carlos y Adrián eran muy amigos y estaban juntos todo el tiempo.

Los cuerpos de los dos chicos aparecieron en diciembre de ese año y fueron enterrados en el cementerio de Magdalena como NN. En el caso de Rosace, se comprobó que la causa de la muerte fue asfixia por sumersión. Accrescimbeni murió por la destrucción de su masa encefálica al ser arrojado sobre las aguas –que funcionan como una superficie dura si un cuerpo es tirado desde la altura. En su cuerpo se encontraron, además, las marcas del cautiverio: tenía sogas en muñecas y piernas.

A Roberto Arancibia lo secuestraron el 11 de mayo de 1977. Estaba en su departamento de la avenida Paseo Colón con su compañera, María Eugenia Zago, y con sus hijitos. Los dos militaban en el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y fueron parte de una gran redada contra esa organización que tuvo lugar durante ese mes. A la pareja se la llevaron. A los chicos primero los dejaron con unos vecinos y luego la policía los trasladó al orfanato conocido como Instituto Riglos, donde estuvieron cerca de seis meses, pese a que tenían familia. El diario Clarín presentó su caso como el de dos niños abandonados, una falsedad que las partes le pidieron al tribunal que ordene rectificar. El cuerpo de Roberto Arancibia –a quien en la militancia conocían como “Eloy”– apareció el 18 de febrero de 1978 en las playas de Las Toninas. Fue enterrado como NN en el cementerio de General Lavalle.

La familia de Rosa Eugenia Novillo Corvalán no sabe con precisión cuándo fue secuestrada. Estiman que la caída se produjo entre octubre y noviembre de 1976. En abril de ese año se habían llevado a su compañero, Guillermo Abel Pucheta. También ella militaba en el PRT y fue una de las presas que lograron escaparse de la cárcel del Buen Pastor en Córdoba. El cuerpo de “Tota” apareció en Punta Indio el 6 de diciembre de 1976 y fue enterrado en el cementerio de Magdalena. Sus restos habían sido identificados durante la dictadura, pero la policía le ocultó este dato a la familia –que finalmente supo dónde estaba “Tota” gracias a la intervención del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF).

«La sentencia de los vuelos en Campo de Mayo va a ser importante en relación con el otro eslabón, que es el hallazgo de los cuerpos«, remarca Llonto. Esa investigación sobre los cadáveres que aparecieron en la costa argentina se lleva adelante en el juzgado federal de Dolores y está centrada en quienes encubrieron a quienes eliminaron a personas secuestradas a través de este mecanismo siniestro.

Los victimarios

El Batallón de Aviación 601 tenía un jefe, un subjefe, una plana mayor y cinco compañías que dependían de él. El Batallón estaba en Campo de Mayo y, por ende, dependía operacionalmente de Riveros a través del Comando de Institutos Militares. Entre diciembre de 1975 y diciembre de 1977, el Batallón estuvo a cargo de Luis del Valle Arce, que durante el juicio negó la existencia de los vuelos de la muerte.

El segundo jefe del Batallón era Delsis Ángel Malacalza. A él lo mencionaron muchos conscriptos como uno de los pilotos de los vuelos de la muerte. Malacalza fue también elegido para viajar a Italia a buscar los aviones Fiat. Eduardo María Lance integraba la Plana Mayor del Batallón. Era el oficial de Operaciones (S3) y también piloto de los Fiat.

Los cuatro –que llegaron al final del juicio– afrontan pedidos de prisión perpetua, que formularon la fiscalía y las querellas de Llonto, la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y de la Subsecretaría de Derechos Humanos bonaerense. Los jueces Walter Venditti, Esteban Rodríguez Eggers y Matías Mancini darán a conocer su veredicto el lunes 4 de julio en una audiencia que se transmitirá por las redes del medio La Retaguardia. También hay un pedido para que el TOF inste a la jueza de instrucción, Alicia Vence, a investigar a los pilotos que comandaron los vuelos con los que el Ejército desapareció para siempre a otras miles de víctimas que estuvieron en Campo de Mayo o en otros centros clandestinos que se valían de las facilidades de esa guarnición militar para eliminar a sus quienes tenían secuestrados, torturados y en total estado de indefensión. 

El enfermero de los vuelos

Eduardo Saldaño fue enfermero en el Batallón de Aviación 601 con asiento en Campo de Mayo. Si bien los registros indican que falleció, su nombre apareció como uno de los involucrados en los vuelos de la muerte a raíz de un hallazgo que hizo el Programa de Apoyo a los Juicios de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP).

En marzo de 1984, una persona que estaba vinculada a la familia de Saldaño se presentó ante el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (Consufa) para denunciar que lo había escuchado decir que él les daba las “pichicatas” (inyecciones) a las personas que subían a los aviones “previo a lanzarlas fuera de los mismos”.

En ese momento, primeros meses del regreso de la democracia, los vuelos eran una práctica de exterminio muy poco conocida. Los detalles que el denunciante dio de Saldaño y de su familia coinciden con la información que obra en su legajo. Dijo que había estado destinado a Campo de Mayo y al sur. En efecto, antes de la dictadura, Saldaño prestó servicios en el Hospital Militar de Comodoro Rivadavia y, para finales de 1976, fue trasladado a Campo de Mayo. En noviembre de 1977, empezó a desempeñarse en el Batallón de Aviación 601 –la estructura que aún estaba a cargo de Luis del Valle Arce–.

Lo que se probó

Desterramos la idea de que lo ocurrido en Campo de Mayo es un misterio. Los juicios permiten revelarlo”, dice Mercedes Soiza Reilly, la auxiliar fiscal que acompañó a Marcelo García Berro como acusadores públicos en el proceso por los vuelos de la muerte.

“En este juicio se ha dado a conocer públicamente uno de los lados más oscuros de la historia argentina, los llamados vuelos de la muerte, el método de eliminación física de oponentes políticos que fue usado por las estructuras militares y funcionó como un gran dispositivo de muerte”, dice Soiza Reilly, que también representó al Ministerio Público en el juicio en el que se acreditó la existencia de los vuelos de la muerte en la ESMA. “En esta empresa criminal, la aviación del Ejército cumplió un rol central y fueron el nexo causal esencial para que se concrete el último tramo del plan sistemático de exterminio con las víctimas que previamente eran alojadas en el centro de exterminio conocido como el Campito”.

Para Soiza Reilly hay pruebas de sobra acerca de cómo funcionó la maquinaria desaparecedora: “Asistimos al impactante relato de quienes fueron testigos privilegiados e involuntarios, los soldados conscriptos, que echaron luz sobre el funcionamiento de esta metodología de muerte al interior del Batallón de Aviación e individualizamos los aviones de la muerte y determinamos que tuvieron autonomía y capacidad suficiente para arrojar, en vuelo, a las víctimas de este juicio. Además, encontramos estas aeronaves y probamos que estaban íntimamente ligadas a los imputados de este juicio”.

Fuente: https://www.pagina12.com.ar/434114-el-minuto-a-minuto-de-los-vuelos-de-la-muerte