Los argentinos concelebraron una fiesta. Palpitaron, se dieron manija, se amucharon para comer, mirar la tele. Se envolvieron en banderas, pegaron la camiseta celeste y blanca a la piel o la revolearon. Ventas en amplia escala de calidades, precios y talles. Coleccionar figuritas fue furor iniciático. Le gente común salió a la calle en malón, con familia, amigos, vecinos. Muchedumbres, por ahí superiores a otras ocasiones anteriores y muy diferentes pero con sentido colectivo para rumbear, copar esquinas. Mujeres y piberío, protagonistas como nunca jamás antes.

Entonan cánticos clásicos (“que esta noche cueste lo que lo que cueste”, “que esta barra quilombera”) no dejan de alentar la Scaloneta. La comunión con los jugadores es notable en la cancha, en los hogares, en bares o en la pura calle donde se abraza o besa a perfectos desconocidos. Los argentinos son altos besuqueiros. Si quieren shorar, shoran a mares. Gentes de otras nacionalidades se asombran de cómo y de cuánto se invita a comer acá (de lo que haya). Artistas populares de diversas comarcas saben y gozan de la pasión del público. El fútbol es excelso pero las raíces se dejan ver. Ni siquiera es cuestión de cantidad sino cualitativa. Somos argentinos, llenos de ganas ante el espejo. Se vislumbra una cultura y una identidad. Una comunidad con historia, áspera y conflictiva pero comunidad-nación al final.

Los argentinos corean cantitos o canciones muy largas en movilizaciones políticas o en la fiesta. En jerga se apoda “himnos” a temas musicales populares de calidad o de impacto pasional. El repertorio de las hinchadas se enriquece años tras año, muchas que sabemos todos. 

El tema de La Mosca trepó a hit en diciembre, una millonada de coreutas. Empieza con una palabra por ahí guardada en el archivo: “Muchachos”. La de innumerables tangos: “Adiós muchachos”, “Muchacho que porque la suerte quiso”, etcétera. La muchacha ojos de papel, la muchacha y la guitarra que celebra Sandro, la de abril cuyo cuerpo quiere aprender de memoria Leonardo Favio. O el muchacho que va cantando con su guitarra por la ciudad de Palito Ortega, aunque en el jolgorio predominaron los instrumentos de percusión, las cornetas o la ejecución a capella. Tita Merello se valía con frecuencia del vocativo “muchacha” o “muchacho”.

“Muchachos”, palabra sentimental y plebeya, adorna el primer verso de la marcha peronista. La música se perpetuó en las canchas desde 1955 hasta ahora. Peronchos, gorilas y transversales braman a sus sones “dale campeón / dale campeón” porque la Marcha será lo que usted quiera o piense, pero pocos le ganan a pegadiza y accesible aún para los desafinados.

La fiesta es parte de la vida, en cierto modo nos preparamos para ella todo el tiempo. El fútbol cataliza. “La identidad nacional —escribió el historiador Eric Hobsbawm— ha sabido imponerse en el juego y han podido crear una competición entre selecciones nacionales, el Mundial que se ha erigido en la mejor manifestación de la presencia económica global del fútbol”. 

Mercaderes, sponsors, sobornadores seriales, truchimanes VIP eligieron Qatar, la sede exótica. La globalización existe y manda, la argentinidad se ingenió para resignificar al tinglado. “Somos locales otra vez”, ulularon las tribunas, empirismo cabal. Al mismo tiempo jamás fue tan gozoso vivirlo desde acá: por la liturgia, los insomnios y las cábalas compartidas, por la masividad del barullo ¡desde los cuartos de final!

La identidad nacional, la alegría cantada a los saltos, la creatividad… hay otras observaciones posibles. Se desaconseja descarrilar hacia la pedagogía chanta, a ignorar las particularidades. A preguntarse (inquisitivamente) “por qué no hacemos todo como la Selección”, “por qué no aprendemos a tirar para el mismo lado”. Pedagogos de cartón. Enemigos de la complejidad, antipolíticos. Queda expuesta su ansia de uniformar (palabra clave) y aplanar diferencias.

Un tópico de la derecha autóctona, la meritocracia, merece unas líneas. Darle una vuelta. Para hablar de los jugadores y de Lionel Scaloni, el técnico de la Selección más amado de la historia, un tímido que supera sus límites, un tipo franco que quiere hablar de fútbol, de sol a sol.

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La TV Pública acertó cuando presentaba a los jugadores mencionando su pago natal. Comenzaron ahí en los potreros o en clubs de barrio. Gloria a esos clubes, reductos populares, cocina de pertenencias subestimados por las elites materialistas y por ciertas sectas de las redes sociales. La sociabilidad, los argentinos adoctrinan al respecto, se construye cuerpo a cuerpo.

Los futbolistas de alta gama componen una meritocracia. Los campeones a menudo arrancaron en hogares muy humildes, enaltecen el esfuerzo de sus padres. Las evocaciones de Ángel “Fideo” Di María sobre el viejo trabajando con carbón durante demasiadas horas suman una página bella a la etnografía social.

Son millonarios en dólares cuyas fortunas crecerán. No se comportan como los arquetipos de nuevo rico. No reniegan de sus orígenes. Regresan a ciudades o pueblos. La fiesta se disemina y federaliza.

Para arribar a la cima tuvieron que esforzarse un montón. Lo lograron por calidades técnicas tanto como por superar desafíos exigentes. Irse al extranjero, a veces desde pibes como el Dibu Martínez o Lionel Messi. Son agujas de oro en el pajar de miles o millones de pichones de cracks que no dieron la talla física, que no encontraron maestros adecuados, que no se acomodaron a vivir lejos de la familia, los amigos o el barrio. Que se marearon, por decirlo sencillo, con los torrentes de plata, los amigos, la fama, los vuelos en primera clase, los hoteles cinco estrellas.

Exportan el modo argentino de hacer amigos. Messi, otro tímido que saltó su cerco, es amigo del brasileño Neymar, del uruguayo Luis Suárez.

Profesionales exigidos se autoperciben amateurs cuando están en la Selección. Lo repiten, son creíbles.

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Empezaron perdiendo un partido fácil, si los hubiera. Se repusieron con el gol de Messi a México. Jugaron bien, de menor a mayor. Cuidan la pelota. Hablan en la cancha: el fútbol como el truco es un juego que se practica conversando.

Intelectuales –respetables o engrupidos– menoscaban desde el siglo XX las fiestas futboleras. Opio de los populachos, para algunos. Según otros, mecanismos para derrochar falencias, negar las diferencias sociales.

Rémoras del pasado. Hoy en día, los formadores de opinión urden relatos simplotes y hábiles a la vez. No quieren malquistarse con “la gente”. Aducen estar alegres… unos cuantos deberían contárselo a su cara. Y rematan con falsa compasión: la gente necesitaba una alegría porque vive mal, la inflación, el pésimo ejemplo de los políticos. Esta columna deplora esos males y sus causas respecto de las cuales discrepa con los amos: quienes concentran poder, riquezas, jueces amigos-aliados y a menudo prestigio.

También disiente con la narrativa perdonavidas. Uno cree saber que la gente común sabe sacarle jugo a la vida cuando tiene ocasión. Para convidar, para comer rico o empedarse a conciencia, para bailar sin agotarse, para gritar hasta quedar sin voz.

También sabe convivir. Por eso en la oceánica fiesta del martes hubo tanta vida y relativamente tan contados actos de violencia o desmanes.

Porque el futuro es abierto, el pasado ya fue, hay que construir bienestar hoy. ¿Le parece, lectora o lector? Lo desarrollamos otro día porque no hay motivos para bajar del todo la cuesta. La alegría es patrimonio colectivo, muchachos y muchachas.

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Fuente: https://www.pagina12.com.ar/510741-cultura-identidad-bandera-y-fiesta