Desde Santiago
Cuando vine por primera vez a Chile, Allende acababa de asumir la presidencia y comenzaba a protagonizar una experiencia política que tendría una proyección extraordinaria durante muchas décadas. Más aún para quienes salían de la dictadura militar consolidada en Brasil, transcurridos seis años del golpe de 1964.
Cuando llegó un amigo de Chile y anunció que en ese país se elegiría un gobierno socialista, nos pareció completamente fuera de lo que, ante nuestros ojos asombrados, desde Brasil, parecía ser el horizonte futuro de la región. Como cada país tiende a ver el contexto externo desde su propio ombligo, nos parecía que los militares habían llegado para liderar los gobiernos de otros países del continente.
Fue con esta visión que vivimos la extraordinaria experiencia política chilena, marcada, desde el principio, por grandes y constantes movilizaciones de masas, sobre todo de izquierda y extrema izquierda, pero también de derecha.
Viviendo en el centro de Santiago, estaba inmerso en una cotidianidad de movilizaciones populares, que a la vez significaba respirar los gases lacrimógenos que se mezclaban con la contaminación del aire de la ciudad.
Al mismo tiempo, tuve el privilegio de cruzarme con el propio Allende y sus compañeros de gobierno, paseando por el centro de Santiago, además de presenciar sus conferencias de prensa y discursos desde la pequeña ventana del Palacio de La Moneda.
Vivir esta experiencia desde el MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria) -lugar natural de inserción de quienes habían sido militantes en organizaciones de la izquierda radical brasileña- tuvo un significado particular. El gobierno de la Unidad Popular apareció como una gran experiencia de reformas profundas en la sociedad chilena, el único gran intento de construir el socialismo por medios pacíficos e institucionales.
El MIR tuvo una visión crítica de esa experiencia, le dio un apoyo crítico al gobierno, ante los repetidos intentos de la derecha de derrocar, mediante un golpe militar, al gobierno de Allende. En las reuniones de la dirección del MIR con Fidel -en Cuba o durante su viaje extraordinario de unos meses a Chile-, él, identificándose con el MIR, siempre aconsejó reducir la presión sobre Allende. Que la hora del MIR vendría después, cuando ese experimento socialista chileno probablemente terminaría con un golpe militar de derecha.
A medida que transcurrían el segundo y tercer año del gobierno de Allende, los peores augurios parecían prevalecer. A finales de junio de 1973, la derecha intentó un golpe militar, cuyas condiciones aún no habían madurado del todo para imponerse. En la noche de ese tremendo día, lleno de presentimientos que anticipaban el final de la experiencia, Allende saludó a la gente reunida en la Plaza de la Constitución, frente al Palacio de La Moneda, sin decir una palabra, como si ya no tuviera un discurso para dirigirse al pueblo chileno.
La mañana del 11 de septiembre, por segunda vez, me despertó el ruido de los aviones que sobrevolaban el Palacio de La Moneda. Seguí la misma trayectoria de dos cuadras que separaban el lugar donde vivía del palacio presidencial. Vi a éste ya rodeado de golpistas, con Allende en su tradicional ventanita, esta vez con un fusil AK que le había regalado Fidel y el casco que le habían regalado los mineros. Dispararía, en solitario, tras rechazar la propuesta de los golpistas de abandonar Palacio con todos y ser transportado a otro país. Allende hizo salir a las mujeres -a excepción de Payita, su acompañante- y cumplió lo que siempre había dicho: sólo saldría del Palacio al final de su mandato o muerto, en defensa de su gobierno democrático-.
Desde la Universidad de Chile, en la Alameda, después del último discurso de Allende, señalando las grandes avenidas donde, en el futuro, las nuevas generaciones continuarían su lucha, pude ver aviones británicos bombardeando el Palacio de La Moneda. Hasta que empezó a subir la humareda, que indicaba que la democracia más longeva del continente estaba sucumbiendo, en la misma dirección en que había sido liquidada la democracia brasileña, nueve años antes.
Fiel a su palabra, Allende se había suicidado, dejando la resistencia democrática a las nuevas generaciones. Regresar a la Plaza de la Constitución, con el Palacio de La Moneda tomado por los militares, era encontrarse con el escenario que dominaría Chile por varios años. Las calles vacías, los choques diarios, los controles militares, las muertes de tantas personas -siendo la de Víctor Jara una de las más simbólicas- marcaron el período político más duro y triste de la historia de Chile.
Incluso me arrestaron cuando viajaba con compañeros en un auto, me llevaron a una estación de policía y luego me liberaron, antes de que comenzara el nuevo toque de queda. Salir de Chile desde una embajada, sintiendo una inmensa tristeza, tres años después de haber llegado con esperanza y alegría.
Regresaría varias veces después, clandestinamente, para apoyar el trabajo de la resistencia. La primera vez, el mayor impacto fue ver esas calles antes marcadas por la presencia masiva del pueblo chileno, combativo y alegre, transformado en calles y plazas vacías y silenciosas. El Palacio de La Moneda con los agujeros de bala con los que los golpistas habían atacado el Palacio y la democracia chilena.
En otro artículo relataré la continuidad de mis vivencias chilenas hasta este nuevo regreso a Chile, hermoso y querido.