Sara Rus abre la puerta de su departamento, en el barrio de Belgrano, con una sonrisa y una camisa de un rosa fuerte. Durante la entrevista, esa sonrisa entre tierna, infante, e intensa, se irá alternando con emociones también intensas, con lágrimas lentas. Con alguna que otra risa. Todos los días tiene una vida. Da charlas permanentemente. Y eso significa para ella transmitir la memoria, una de sus razones de vivir. Schejne María (Sara) Laskier de Rus nació en Lodz, Polonia, en 1927. Es sobreviviente de Auschwitz y Madre de Plaza de Mayo, Línea Fundadora.

–Sara, si tuviese que hacer una sinopsis de su vida. ¿Qué diría?

–Suelo arrancar desde mi niñez, porque adolescencia no hubo; no tuve. No la viví, desgraciadamente. Nací en Polonia, en una ciudad que se llama Lodz, y ahí los alemanes entraron en el año ‘39 como si fueran dueños de esa ciudad. No hubo resistencia, a diferencia de otras ciudades que tenían algunas posibilidades, tenían subterráneos, pero en Lodz entraron como si fuera su casa y la ocuparon. Nosotros vivíamos en el centro de la ciudad; una ciudad muy linda. De niña fui hija única de padres cariñosos. Tenía 10 u 11 años cuando le decía constantemente a mi madre que quería un hermanito. Lo que es la vida: la guerra estalló en el 39, yo tenía 12 años, y justo en ese momento mi madre quedó embarazada; todavía vivíamos en la casa en el centro de Lodz. Hoy está prácticamente igual a cuando la dejamos. Recuerdo que, por ser judíos, los alemanes nos exigían que nos pusiéramos la estrella de David y el brazalete amarillo. No se podía caminar por las veredas, solo por la calle, y lo más terrible era cuando veías que agarraban a los judíos más religiosos, que tenían ropa adecuada a su religión. Los tiraban al suelo y los hacían arrodillar frente a ellos.

–¿Recuerda esas imágenes?

–Sí, era chica, por cumplir 13, pero viví momentos muy terribles. No imaginaba que pudiera haber bestias de esa índole y lo sentí aún más cuando vinieron a mi casa. En esos días me encontraba aprendiendo violín. Me gustaba mucho escuchar a un amigo de mi papá que era violinista y que siempre decía: “si la nena tiene tan buen oído y tanto le gusta, ¿por qué no le compran un violín?” Y me lo compraron. En mi casa toda la familia hablaba alemán porque en Lodz vivían muchos alemanes que eran ciudadanos polacos. El día que los alemanes entran a mi casa, ven el violín y nos preguntan en alemán: “¿y acá quién toca el violín?”. Mi mamá respondió, orgullosa, que su hija estaba aprendiendo violín. Respondió creyendo que le hablaba a un ser humano. Mi madre hablaba un perfecto alemán. “Ah, tu nena”, le dijeron. Agarraron el violín y lo destrozaron de un golpe. ¿Cómo se podía sentir una nena frente a situaciones así? En la ciudad ya estaban preparando el gueto, que armaron con fábricas. Un barrio enorme para poner a todos los judíos. Dejamos el departamento y nos instalamos en una pieza del gueto. Había que conformarse con lo que nos asignaban.

En el gueto de Lodz

–¿Y una vez allí, cómo transcurrió la vida?

–En el 40 mi madre tuvo un bebé, un nene. Ella tenía tifus; estaba muy enferma. Y como no tenía leche para alimentarlo y no podía moverse de la cama porque estaba muy débil, yo corría a buscar un poco de leche para el nene. A la madrugada iba a la lechería donde repartían algo de leche a la gente que tenía bebés, previo a presentar un papel. Pero me sacaban de la fila. Me levantaba temprano pero no conseguía nada. El bebé vivió unos tres o cuatro meses. Al año mi madre quedó embarazada de nuevo. Era otro nene. Lo mataron al nacer. Así es. Mucha historia, muy fuerte, que uno vivió de pequeña, y ya después de adolescente. Yo me sentía muy responsable porque mi madre prácticamente no podía trabajar y yo hacía el trabajo por ella para recibir un talonario, constancia de que uno había trabajado, y así recibir comida.

–¿En qué consistía su trabajo?

–Habían hecho fábricas de diferentes oficios. Yo tenía que trabajar en una fábrica de sombreros para chicos, que se los mandaban a chicos alemanes. Además de otras cosas que cosíamos para los alemanes. Todo esto en Lodz, en el gueto. Ahí estuvimos más o menos desde 1940 hasta 1944. A mí me sacaron para Auschwitz en el año 44. Pero antes de que nos llevaran al campo de concentración me pasó una cosa. A esta altura siempre cuento un episodio de amor que viví en el gueto, increíblemente. Porque también hubo una historia de amor.

–¿Cómo fue esa historia de amor?

–Mi padre conoció a un joven y lo invitó a nuestra casa. Yo tenía 14, 15 años, y este muchacho 26; me llevaba 11 años y medio. Hablaban con mi padre. No había nada para convidar, y lo poco que había no alcanzaba ni para uno, pero no sé qué hacía mi madre, si era un té o qué se yo. Lo miraba con mucho interés y me encantaba escucharlo. Era un hombre muy inteligente. Y a mi madre esto no le gustaba nada. Mi madre le decía a mi padre: “me parece que esta chica mira mucho a este joven”. Y era verdad. Me enamoré de él. Bernardo. En las conversaciones, recuerdo que él siempre nos preguntaba a dónde pensábamos ir si sobrevivíamos a la guerra. Entonces mi madre le contó que tenía un hermano que vivía en la Argentina, que se había venido para acá en el año 37 o 38, que se había salvado de la guerra. “¿Así que ustedes se irían a la Argentina?” El leía mucho. Nos dijo que había leído un libro de la Argentina, y que en Buenos Aires había un edificio, de los más importantes, que se llamaba Kavanagh. En un momento dado se dirigió a mí y me dijo: “yo te anoto una fecha en esta libretita: 5 del 5 del 45”. Su idea era que, si sobrevivíamos, nos encontráramos ese día ahí. Esto era por el año 1943.

El traslado a Auschwitz

–Pero luego de eso llegaría Auschwitz.

–Sí. Vivimos en el gueto hasta el 44, hasta que los alemanes comenzaron a sacar a la gente de sus casas para llevarla a las estaciones de trenes. Nunca sabíamos a dónde la llevaban; quién sabe a dónde iban. A mí me llevaron en el 44, en los meses en los que empezaban a liquidar el gueto. Perdimos contacto con este muchacho, que no sabía que nos habían sacado de la casa; esto me lo contó después. Nos llevaron en unos vagones. Terrible. Viajamos con algunos vecinos, conocidos algunos, desconocidos otros. Con el tren llegamos a Auschwitz y de ahí a Birkenau. Los que fueron a Auschwitz están todos numerados porque ahí trabajaban; en Birkenau no teníamos número ya que estábamos destinados a ser liquidados. En ese momento no sabíamos qué iban a hacer con nosotros.

–¿Qué recuerda de ese viaje en tren?

–Estar con mis padres en el tren, a los empujones. Había un tacho para las necesidades. Muy terrible la situación. Llegamos a Birkenau; no nos tatuaron. Nos sacaron de los trenes y nos ubicaron en una plaza enorme. A los hombres los llevaron aparte. Yo estaba con mi madre; a mi padre no lo vimos nunca más. Ese fue el último día que lo vi; nunca más tuve noticias suyas. Y ahí, en esa plaza en la que nos separaban a unos de otros, empezaron las “selecciones”. Quienes estaban peor, a la izquierda; quienes estaban más o menos, a la derecha.

–¿Pudieron permanecer juntas con su madre?

–En esa plaza enorme, en Birkenau, en un momento de la “selección” me sacan a mi madre. Pero me atreví a acercarme a un SS que estaba con un rebenque separando a las mujeres. Me miró con un odio… “¿Qué estás haciendo; cómo te atreves?”. Le pregunté en alemán por qué me había sacado a mi madre. “¿Y vos, cómo es que hablas alemán?” Le dije que en mi casa se hablaba alemán. “Bueno, sacá a tu madre”, me dice. La llevé a mi lado y la salvé. Después nos llevaron a las revisaciones; todas desnudas. Yo tenía el pelo largo y me hacían abrir las trenzas. Había un cartel con letras en alemán: “un piojo, tu muerte”. Mi madre estaba con un miedo… Yo quedé sola, me revisan el pelo y no encuentran nada. Las alemanas hablando en alemán y yo que entendía todo. “¿Qué hacemos con esta chica? Cortale cortito y llévatela”. Me llevan a empujones a un lugar repleto de mujeres; todas peladas. No veo a mi madre y empiezo a gritar, desesperadamente, “¡mamá!”. Le pregunto a una señora: “¿no viste a mi mamá?” Era ella y no la reconocí. Estábamos destinadas a ir al gas. Pero nos seleccionaron para trabajar en una fábrica. Después de dos meses en Auschwitz, nos subieron otra vez a los trenes y nos ubicaron en una fábrica de aviones en Alemania. Yo tenía que remachar las chapas de las alas con una pistola de aire comprimido. Ahí tuve un accidente terrible. No vi los rieles que estaban en el piso y me caí para atrás. No podía levantarme de la cama. Casi me tienen que cortar en carne viva. Me acuerdo que aparece un alemán y me dice: “qué bien que lo hiciste, pensaste que así no ibas a trabajar”. Le pregunté en alemán: “¿dice que hice esto a propósito? Sí, señor, me lo hice a propósito para quedarme acá, pero no me imaginaba que iba a perder tanta sangre”. Mi madre empezó a gritar: “no le haga caso, está loca, no sabe lo que dice”. Las mujeres que estaban en la habitación se quedaron mudas con muchísimo miedo. Creían que nos iban a matar a todas por mi culpa. Después del accidente me mandaron a trabajar a la cocina a pelar papas. Ahí viví situaciones terribles y algunas muy confortables.

–¿Por ejemplo?

–El trabajo en la cocina me permitía sacar papas para mis compañeras, con cáscara y todo; un manjar. Usaba un tapadito y en el forro escondía las papas y las llevaba. ¿Sabes lo que es una papa cruda? Después escuché por televisión la importancia de la vitamina de la papa. ¡Papa cruda! Lo que yo podía pelar, podía guardar. Papa cruda. Y comían en el baño la papa cruda. Me agradecían tanto… Son cosas fuertes. Mi madre solía decirme que nos cuidaba un ángel. Todos los días sacaban algunas mujeres de la fila. Nunca más volvían. Después supimos de las quemas en los hornos. Pero en ese momento no sabíamos qué pasaba. Y el mundo estaba callado. Podían bombardear estos trenes que nos llevaban a ese infierno, pero no hacían nada frente a semejante barbarie. Uno después empieza a pensar: ¿por qué dejaron que mataran a tanta gente? Y uno se preguntaba dónde estaba Dios.

–¿Su familia era creyente?

–Éramos muy creyentes. Mi madre era muy creyente. Mi padre podría haber sido rabino y no quiso porque no era su vocación; quería ser sastre y tenía un taller de sastrería. De niña me cuidaron con este sentimiento. Me acuerdo, como en un sueño, el jardín de infantes al que asistía, con mesitas blancas y sillitas en la sala. Llevábamos una linda vida, y después quedarte sin nada y pensar si en algún momento estarías libre…

–¿Hoy es creyente?

–No, yo creo en la vida. Sí creo que puede haber algo superior a nosotros que nos ayuda a vivir. ¿Pero será Dios? No soy religiosa, no me privo del jamón y de otras cosas. Aplaudo a la gente que es muy creyente porque sabe aferrarse a algo. En Estados Unidos encontré a un primo de mi mamá que no tenía nada de creyente antes de la guerra. Perdió a la esposa y a un hijito; en el gueto estuvo con nosotros. Esta persona sobrevivió a la guerra, se fue a vivir a Estados Unidos, y ahí se volvió muy religioso; lo contrario a lo que sucede con mucha otra gente. Con el tiempo tuvo una nueva familia y por eso decía: “Empecé a creer en Dios porque me dio una mujer maravillosa, me dio tres hijos, tengo un montón de nietos y para mí es todo gracias a Dios”.

De Auschwitz a la dictadura

–Cuénteme acerca del 5 del 5 del 45.

–El 5 del 5 del 45 fuimos liberados de los nazis en Mauthausen. Esta fecha quedó grabada en mí. Yo no sabía nada de Bernardo y él no sabía nada de mí.

En Mauthausen Sara recibió una carta de Bernardo, que la estaba buscando. Lo fue a ver. Al tiempo se casaron y buscaron trabajo.

–¿Cómo fue la llegada al país?

–Llegamos en 1948, con mi madre y Bernardo. Tuvimos que atravesar muchísimos obstáculos antes de poder establecernos en la ciudad. Había que empezar de cero. De a poco fuimos armando una nueva vida en Villa Lynch. Bernardo comenzó a trabajar como anudador textil. Daniel, mi primer hijo, nació el 24 de julio de 1950. A los cinco años tuve a Natalia, también un regalo de Dios. Un regalo con el que la vida me recompensó. Daniel era físico nuclear, y desgraciadamente estaba enamorado de su profesión. Soñaba con serlo. La Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA) lo aceptó en 1976, momentos en que ya estaba el gobierno de facto. En el 77 lo hicieron desaparecer. Una semana antes había desaparecido un amigo suyo. No teníamos ni idea de todo lo que pasaba. Cada uno estaba ocupado con sus cosas. No nos gustaba el régimen militar pero ya estaba con nosotros.

–Y a partir de ese momento golpear puertas para saber de Daniel…

–Creo que no hay dolor más fuerte que cuando te sacan a un hijo; eso cambió toda mi vida. Lo empecé a buscar por todos lados; viajamos con mi esposo al extranjero para buscar alguna ayuda que interviniera con el gobierno argentino. Viajamos por todos lados; hablamos con senadores y diputados que trabajaban en Washington. Todos mandaban cartas preguntando por Daniel, pero nunca hubo respuestas. En el 77 Bernardo me dijo que estaba esperando el retorno de la democracia. Un día de 1983, me dijo: “si mi hijo en seis meses no vuelve, yo ya no tengo nada que hacer”. Vino la democracia, pasaron seis meses, mi esposo se enfermó de un tumor y falleció el 2 de mayo de 1984. Esperó los seis meses. Lo dijo, y así fue.

–¿Tiene esperanzas de saber qué sucedió con Daniel?

–Lo único que espero es una cosa de la vida. Se encontraron muchos cuerpos y restos de personas desaparecidas y eso hizo posible que sus familias pudieran darles una sepultura digna. Esto es lo que todavía espero: poder darle a mi hijo una sepultura digna, poder llevarle una flor. Nosotros nunca quisimos venganza; sí justicia.

–¿Cree en el perdón y en el arrepentimiento?

–No. Lo que nos dolió mucho fue el 2×1. No perdono a los asesinos; yo no sería capaz de matar porque no soy asesina. Tienen que sufrir la culpa, tienen que vivir todo el mal que nos han hecho, lo tienen que sentir en su propio cuerpo. Algunos no están arrepentidos de lo que hicieron, todavía se están glorificando, y siguen sosteniendo que hicieron un bien. No se les puede dar el beneficio de que estén en su casa disfrutando de una buena comida, con atenciones; tienen que estar en las cárceles.

–Sara, usted atravesó situaciones que para cualquier ser humano serían excesivas en términos del dolor que conllevan. Sin embargo, sostiene que para usted hablar se ha vuelto una necesidad.

–Cuando cuento mi historia, atravesada por mis vivencias de niña en Auschwitz, y por la desaparición de Daniel en manos de la dictadura militar argentina, no siento dolor, al contrario, siento una liberación. La vida me dio este motor. Si yo quedé viva después de todo el sufrimiento… Quiero contar y siento que debo contar porque ya quedamos muy pocos de los sobrevivientes. Lucho por no olvidar. Lucho por la memoria.

*La primera versión de esta nota se publicó el 25 de marzo de 2019.

Fuente: https://www.pagina12.com.ar/398098-sara-rus-sobreviviente-de-auschwitz-y-madre-de-plaza-de-mayo

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