Judith König agarró la cartera y enfiló hacia la puerta. Un compañero la paró en seco y le preguntó adónde iba. “A la facultad”, le respondió ella pensando en encaminarse hacia Económicas que estaba a unas cuadras del lugar donde funcionaba la fiscalía ante la Cámara Federal porteña. “¿Vos pensás que alguna vez en tu vida vas a hacer algo más importante que esto?” le preguntó Nicolás Corradini. La chica lo miró seria, apoyó la cartera y volvió a su escritorio. Siempre supo que su compañero tenía razón: nada iba a ser más importante que hacer justicia. Tenían en sus manos la posibilidad de investigar los crímenes que había cometido la última dictadura, seleccionar los casos y lograr una condena a los señores que habían manejado la vida y la muerte hasta meses antes. Eran los chicos y las chicas –una selección sub-30 variopinta que rescata la película Argentina, 1985 de Santiago Mitre– que trabajaban junto con el fiscal Julio Strassera y su adjunto Luis Moreno Ocampo en el juicio que sentó la base fundacional de la democracia en Argentina.
La fiscalía de Strassera tenía una tarea nada sencilla: aportar la prueba para condenar a los integrantes de las tres primeras Juntas Militares. Así lo habían acordado con la Cámara Federal: podría salir mal, podría ser un salto sin red o podría resultar. Para eso, debía seleccionar algunos casos “paradigmáticos” de lo que había sido el accionar de la dictadura entre las miles de denuncias que había recogido la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) entre diciembre de 1983 y septiembre de 1984. Fueron 709 los casos seleccionados por el Ministerio Público.
Strassera era un funcionario de carrera judicial. Moreno Ocampo, por entonces, era funcionario de la Procuración. Era uno de los dos secretarios letrados que se dedicaban al derecho penal y escribía dictámenes para ser presentados ante la Corte Suprema. El otro era Alfredo Bisordi –que con el tiempo pasaría a la fama como uno de los referentes de la Cámara de Casación que impedían el avance de las causas de lesa humanidad–. Bisordi no aceptó el convite de sumarse a la fiscalía de Strassera para preparar la acusación para el juicio. Moreno Ocampo también tenía actividad académica en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires y una fábrica de muebles –que había quedado en manos de un familiar y que cada vez funcionaba peor–.
El equipo de trabajo lo conformaron jóvenes que arañaban los 20 años. A Carlos “Maco” Somigliana lo llamó Sergio Delgado. Eran la “línea Strassera”. También estaban los que llegaron del lado de la Procuración –reclutados por Moreno Ocampo– como Judith, Nicolás y Lucas Palacios. Estaban también, entre otros, María del Carmen Tucci y Mabel Colalongo, que venían curtidas de trabajar en la Conadep. Javier Scipioni llegó como un estudiante que conocía Moreno Ocampo de la Facultad. Enseguida se acopló al grupo y empezó a trabajar –sin que le pagaran, lo que hacía que sus compañeros bromearan con que estaba sometido a un régimen de trabajo esclavo como en algunos centros clandestinos–.
“Lo que es muy raro es que un grupo se forme de manera tan arbitraria y que funcione tan bien”, dice Maco, que también compartió el trabajo en la fiscalía con sus hermanos Diego y Marcela. Su papá, el dramaturgo Carlos Somigliana, se sumó después: cuando se acercaba abril de 1985 y el juicio estaba por comenzar. Cuando los pibes y las pibas estaban ocupándose de los casos en la sala de audiencias, Somigliana padre tomaba notas, atesoraba impresiones e iba pergeñando lo que sería la estructura del alegato histórico en el que Strassera les iba a pedir a los jueces que garantizaran el Nunca Más.
Pruebas, buscar pruebas
En el año ‘84 no había computadoras y mucho menos en la fiscalía de la Cámara. Las “computadoras de Strassera” eran unas cajas de zapatos en las que guardaban fichas de dos colores para dar cuenta de los casos que se iban seleccionando. La consigna era que hubiera casos contundentes, por distintas zonas geográficas, en distintos años y que demostraran la responsabilidad de distintas fuerzas.
La sede de la fiscalía constaba de tres salas: el despacho que compartían Strassera y Moreno Ocampo; un lugar en el que estaban los chicos que trabajaban para el Juicio a las Juntas y un ambiente en el que había quedado el resto del personal de la fiscalía que seguía manteniendo al día el resto de los casos.
Judith era la encargada de la logística: tenía que conseguir los pasajes y contactar a los testigos. Para eso, necesitaba guías telefónicas. A veces, buscaba algún vecino que pudiera avisarle a la persona en cuestión que la estaban buscando. Solía pasar mucho tiempo con el teléfono en la mano y solía ser también la que recibía las amenazas. Un día con el desparpajo de veinteañera le contestó a uno de los interesados en que el juicio no se hiciera: “No, señor, las amenazas son de 8 a 9. Está fuera de horario”.
Lucas Palacios no había cumplido los 30 años y tenía tres hijos. Vivía en San Isidro y estaba bastante apretado de plata cuando llegó a la fiscalía para finales de 1984. Durante meses llegó a trabajar entre trece o catorce horas diarias –incluidos los fines de semana–. Iba de su casa en zona norte hasta Tribunales en un Ford bastante desvencijado. “Yo tenía amigos que habían desaparecido, pero mi cabeza fue otra después de 1984”, cuenta.
Como a todos, a Lucas le tocó ir a la Subsecretaría de Derechos Humanos –sucedánea de la Conadep– a leer los casos. Después se empezaron a dividir las zonas y a reunirse con las víctimas. En general, los que viajaban eran los varones. Él estuvo en Rosario, en Neuquén, en Mendoza –donde debía compartir edificio con Otilio Romano, el camarista que terminó condenado por crímenes de lesa humanidad– o Mar del Plata, donde se dedicó a reunir información sobre La Noche de las Corbatas.
Cada uno de los chicos y de las chicas se ocupa de analizar un centro clandestino. Por ejemplo, “Maco” estuvo a cargo de los casos de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), La Perla de Córdoba y el Banco de Hurlingham. Corradini siguió los casos de Club Atlético, Banco y Olimpo. A Palacios le tocó enfocarse en el Vesubio, así conoció a Jorge Watts –que no solo tenía una memoria prodigiosa de lo que había pasado sino que traía a otros compañeros–. También, junto con Mabel Colalongo, se ocuparon del caso de La Noche de los Lápices.
A la fiscalía iban los sobrevivientes, iban los abogados de los organismos de derechos humanos como la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) o el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS). Graciela Lois, que había tomado infinidad de denuncias en Familiares durante la dictadura, se acercaba una vez por semana para ayudar con algunos casos que ella tenía frescos en la memoria. Todavía recuerda que los expedientes se apilaban hasta en el baño de Strassera.
El valor del testimonio
Antes de que arrancaran las audiencias –que se extendieron entre abril y diciembre de 1985–, los fiscales organizaron una reunión con el equipo de trabajo para pensar cómo iban a presentar a los testigos. Primero optaron porque testimoniaran los que iban a dar un panorama general y después que hablaran las víctimas. Nadie tenía demasiada experiencia en cómo funcionaba un juicio oral, pero todos intuían cuál sería su potencia.
La primera sobreviviente en declarar fue Adriana Calvo, que había pasado por distintos centros clandestinos del llamado “Circuito Camps” en la provincia de Buenos Aires y había parido –vendada y atada– mientras la trasladaban en un patrullero hasta el Pozo de Banfield, que funcionaba como una maternidad clandestina. “Creo que su nombre lo sugirió María del Carmen Tucci y todos estuvimos de acuerdo”, recuerda Moreno Ocampo. La declaración de la referente de la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos (AEDD) conmovió a los jueces y enmudeció a los defensores. También convenció a la madre de Moreno Ocampo de que lo que hacía su hijo estaba bien. Después de leer la crónica de su testimonio en La Nación, la mujer lo llamó:
–Yo a Videla lo quiero, pero tenés razón: tiene que ir preso– le dijo a su hijo. Fue entonces él quien enmudeció.
“Lo más importante es que la gente le creyó a Strassera”, dice Moreno Ocampo –que tenía rol de conducir al equipo de investigación de la fiscalía. “Strassera dijo que tenía las pruebas para acusar a los comandantes y las víctimas empezaron a venir a la fiscalía. Ellos nos traían la información que necesitábamos”, cuenta.
Moreno Ocampo resalta que fueron los chicos y las chicas de la fiscalía quienes se cargaron al hombro el trabajo de reconstrucción, de crear una nueva forma de investigación judicial, pero tiene en claro que el aporte lo hicieron las víctimas que pusieron una vez más sus cuerpos y sus dolores para conseguir justicia. “Nosotros fuimos funcionarios públicos que cumplimos con nuestro deber pero los sobrevivientes son los héroes”, remarca.
Fuente: https://www.pagina12.com.ar/486564-la-historia-de-los-chicos-y-las-chicas-de-la-fiscalia-de-jul