El tema de la “correlación de fuerzas” me quita el sueño. No porque sea tan desfavorable en la mayoría de los países de la región sino por una actitud -sumamente extendida en el campo del progresismo y la izquierda- que la concibe como una categoría ontológica y, de modo tácito, como una realidad inmodificable. Prevalece un pesimismo, un fatalismo que desemboca primero en el posibilismo; esto es, gobernar sólo dentro de los límites de lo posible, y, desde ahí, en la capitulación y naufragio del proyecto transformador ante la potencia, supuestamente inexpugnable, del capital y sus representantes.

En mi intervención en el panel que organizó el Centro Cultural de la Cooperación sobre las futuras elecciones brasileñas salí al paso de esa postura que revela una lectura defectuosa, por incompleta, del Gramsci que aconsejaba combinar el pesimismo de la inteligencia con el optimismo de la voluntad. La segunda parte de esa fórmula también está marcada por el pesimismo. Para refutar esta concepción opté por apelar a un par de ejemplos históricos, convencido de que el asunto no se resolvería en el plano de una abstracta discusión de ideas. Recordé dos experiencias notables en donde una “correlación de fuerzas” negativa se revirtió en pocos meses. Paso a exponerlas.

Una tuvo como protagonista a Salvador Allende, que llegó a la presidencia de Chile en 1970 con apenas el 36 por ciento del voto popular. Tenía en su contra ambas cámaras del Congreso, la judicatura, el poder económico, el establishment político, la Iglesia, gran parte de la intelectualidad, los medios de comunicación y el activo sabotaje de “la embajada”. Desde la misma noche en que obtuvo su victoria, un inolvidable 4 de septiembre de 1970, el presidente estadounidense Richard Nixon dio la orden de impedir que Allende asumiera como presidente. “Ni un tornillo ni una tuerca para Chile”, dijo el muy bandido. Y además que había una partida inicial de diez millones de dólares para financiar las actividades subversivas. Para colmo, una parte de las capas medias desconfiaban del proyecto de la Unidad Popular aunque quisieran su victoria. Sin embargo, pese a esta desfavorable “correlación de fuerzas” Allende consumó lo que, desde las ventajas que nos ofrece el transcurrir de la historia, no dudaríamos en caracterizar como una revolución: estatizó el cobre, las más grandes empresas industriales, el sistema bancario, garantizó la alimentación popular, avanzó resueltamente en la reforma agraria, expandió la educación y la salud públicas y desplegó una audaz política exterior independiente. Todo eso pese a las huelgas patronales, la implacable hostilidad de Estados Unidos, el desabastecimiento programado por los grandes empresarios, la escalada de los precios y toda suerte de sabotajes. Al cabo de tres años, en las elecciones parlamentarias del 4 de marzo de 1973 la Unidad Popular se enfrentó a toda la oposición, unificada en la llamada Confederación de la Democracia. Ésta esperaba capitalizar a su favor el descontento de la población y sus penurias por la carestía de los artículos esenciales, el desabastecimiento y las permanentes huelgas patronales y, con una aplastante mayoría en el Congreso, votar el desafuero del presidente. Abiertas las urnas y para sorpresa de muchos, la Unidad Popular incrementó significativamente su gravitación electoral llegando al 44 por ciento de los votos, desde el 36 por ciento del año 1970. El “golpe institucional” era una vía cerrada para la derecha y el imperialismo, y a partir de ese momento se decidió jugar la “carta militar”. Sabemos cómo terminó esa historia.

El otro ejemplo lo ofrece Néstor Kirchner. Su llegada a la Presidencia no pudo ser más endeble. Candidato por el Frente para la Victoria salió segundo, con poco más del 22 por ciento de los votos, detrás del candidato triunfante Carlos S. Menem que obtuvo un 24 por ciento. El ballottage previsto para dirimir la elección del presidente fue precedido por numerosas encuestas que expresaban el repudio que suscitaba la figura de Menem, por lo cual éste optó por no presentarse a la segunda vuelta electoral. Al iniciar su mandato el 25 de Mayo del 2003 carecía de suficiente respaldo parlamentario y, fuera del ámbito institucional, los poderes fácticos se posicionaron fuertemente en su contra. Una prueba de las tantas la ofrece el artículo escrito por el principal editorialista del diario La Nación, José Claudio Escribano quien comentando la inminente asunción de Kirchner a la presidencia escribió, el 15 de mayo, “que la Argentina ha resuelto darse gobierno por un año”. Su pronóstico, compartido por muchos en este país fue rotundamente desmentido por los hechos y el kirchnerismo gobernó durante 12 años, y sigue siendo hoy la principal fuerza política del país. Pese a esa debilidad inicial señalada por Escribano, el gobierno de Kirchner redujo sustancialmente los niveles de pobreza e indigencia resultantes del experimento neoliberal de Menem y sus continuadores de la Alianza, manejó con mano firme la recuperación económica del país, renovó la Corte Suprema de Justicia, restableció los juicios por delitos de lesa humanidad, canceló por completo la deuda con el FMI y poco después de haber concluido su mandato, su sucesora, Cristina Fernández de Kirchner, acabó con los fondos de pensión y creó un régimen previsional público, amén de otras políticas que tropezaron con enconadas resistencias. Como si lo anterior no fuera suficiente, Kirchner revolucionó la política exterior de la Argentina estableciendo sólidos vínculos con el Brasil de Lula y la Venezuela de Chávez y, en la Cumbre de las Américas de Mar del Plata, lideró junto a ellos nada menos que el rechazo al ALCA, el principal proyecto geopolítico de Estados Unidos para esta parte del mundo para todo el siglo veintiuno.

Conclusión: las “correlaciones de fuerza” no son esencias inmodificables y pueden ser cambiadas. Son construcciones históricas y dependen de la sabiduría y madurez de la dirigencia, de su capacidad para comunicarse con -e interpelar a- su base social y, por supuesto, de su voluntad de luchar contra todos los obstáculos y trampas que erigen las fuerzas conservadoras con las cuales ningún consenso, salvo en cuestiones marginales, será posible. Hace poco más de un siglo Max Weber definió a la política como una “guerra de dioses contrapuestos” y por eso la búsqueda obsesiva de acuerdos de fondo que caracteriza a los progresismos latinoamericanos está condenada al fracaso. El mismo sociólogo nos recordaba en su conferencia “La Política como Vocación” que “un gobernante sólo puede obtener lo posible si trata de lograr lo imposible una y otra vez”. Si alguien fue testigo de este fenomenal cambio en la “correlación de fuerzas” que produjo Néstor Kirchner es quien fuera su jefe de Gabinete de Ministros y hoy presidente de la Nación, Alberto Fernández. Ningún gobierno progresista o de izquierda debería pretextar que la “correlación de fuerzas” no le permite hacer lo que es necesario hacer. La historia demuestra lo contrario, siempre y cuando exista realmente una firme voluntad de cambio.

Fuente: https://www.pagina12.com.ar/486360-la-correlacion-de-fuerzas-como-pretexto

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