El discurso de Javier Milei en la apertura de sesiones del Congreso tuvo todos los condimentos y las características propias del personaje que hoy habita la Casa Rosada. La puesta en escena, desde la caravana previa arrancando en Olivos y pasando por la Casa de Gobierno, las escoltas, el tan inusual como innecesario despliegue de fuerzas de seguridad (¿le pasará la factura por ello Patricia Bullrich?), hasta el atril que se hizo fabricar para leer su discurso, el manejo de la televisión, las pausas para darles lugar a los aplaudidores. Todo.
Milei tiene un guión que respeta a pie juntillas. Y lo hace porque –por lo menos hasta el momento– le sigue dando rédito. Si bien los estudios de opinión ponen en evidencia que la popularidad del Presidente va de más a menos, también es cierto que las mismas investigaciones permiten sostener que es alto el porcentaje de quienes, aun afectados por la crisis, siguen manteniendo expectativas de un cambio que modifique la situación a mediano plazo.
Milei le habla a esta audiencia y conecta con ella mediante su discurso “antipolítica” que sintetiza en la idea de que “la casta” es responsable de la crisis. Carga contra la “casta política” y lo hace con violencia porque de esta manera capitaliza la frustración de una parte de la sociedad que necesita canalizar su enojo sin percibir (todavía) que el Presidente y los suyos operan la economía en contra de los intereses de la clase media y los sectores populares. La destrucción del Estado, esa “organización criminal” de la cual se alimenta la casta, sería la solución.
En torno a este argumento, el Presidente miente, exagera, inventa, agrede, postea y es políticamente violento. Porque ese es su estilo o por conveniencia política. Así logra su principal objetivo: seguir instalado en el centro del escena, continuar con la iniciativa, desviar el debate central de la cuestión económica, ignorar a las víctimas y las consecuencias de su gestión y evitar que las miradas se dirijan a la inoperancia y desatención de responsabilidades del Estado, la inflación, la pérdida de puestos de trabajo y la caída de la capacidad adquisitiva de los salarios. Esto sin mencionar el récord de violación de derechos elementales (a la vida, a la alimentación y a la vivienda, entre otros) que La Libertad Avanza alcanzó en poco más de ochenta días de gobierno. Agravado todo por la ostentación y el cinismo que algunos de sus voceros y representantes hacen a modo de celebración cada vez que destruyen logros que la sociedad supo erigir a partir de debates, luchas y construcción de consensos a lo largo del tiempo.
Con la agresión sistemática y el señalamiento de enemigos, Milei reinstaló (ahora en el marco de la democracia) la violencia como método para hacer política en la Argentina. Algo que incluye como parte esencial la represión de la protesta. El plan es destruir (¡sí, destruir!) a todo aquel que piense diferente al “dueño” de la única verdad: la que pregona el Presidente.
Como complemento se suma que, a partir de la bronca, logró inocular en la mayoría de las víctimas que está bien el ajuste, que es necesario, inevitable y, finalmente, hasta legítimo pasar el sufrimiento para salir de la crisis. Todos, hasta los más pobres y desvalidos, nos merecemos sufrir sostiene el discurso oficial, mientras se trabaja para seguir beneficiando a los que siempre acumularon riquezas y lo siguen haciendo sirviéndose del Estado. Para estos no hay sufrimiento.
Desde el punto de vista político-cultural, Milei secuestró la idea de libertad a la que enfrenta y opone a la justicia social. La libertad en la versión Milei solo se entiende desde el individualismo y se plasma en el sálvense quien pueda y a cualquier precio.
En ese camino también se arremete contra todo sentido de comunidad y de ayuda mutua y lo colectivo es denunciado como una estrategia perversa de “los zurdos”… o de la casta. Cada quien se salva solo y con recursos propios, sin ayuda de nadie. Sobran el Estado, las colectivos (comunidades, sindicatos, asociaciones) y, como consecuencia de ello, también las normas que regulan las relaciones entre las personas.
Con la misma lógica, Milei propuso “el gran acuerdo nacional” al que presentó como diálogo, aunque en realidad se asemeja más a un acta de rendición de gobernadores y dirigentes políticos ante la única verdad posible: la reformulación de la bases de la sociedad argentina desde la perspectiva libertaria. La oferta de “diálogo” tuvo un claro remate: «Si bien no elegimos la confrontación, tampoco le escapamos. Si buscan conflicto, conflicto tendrán”. El “gran acuerdo” se parece mucho a la imposición de rendición incondicional para quienes se opongan y una tabla de salvación para aquellos que hacen cola para subirse al carro del oficialismo.
Esta es en esencia la propuesta de Milei. Por eso, en su puesta en escena no hubo ni una referencia a la producción, al desempleo, al poder adquisitivo de los salarios, a los trabajadores, a los jubilados, a los que padecen hambre o necesitan medicamentos. Nada de eso importa. La idea del Presidente es sencillamente destruir todo lo existente para refundar la sociedad argentina sobre otras bases. Al precio que el capitalismo demande. Cualquiera sea.
En la comunidad, en su historia, en su memoria y en sus organizaciones de todo tipo, radican la fuerza y también la capacidad para torcer este designio. Pero para hacerlo habrá que reconquistar y volver a convencer a muchas personas de que nadie se salva solo y que toda salida, aún de las peores crisis, es colectiva. Tal convencimiento tendrá que apoyarse también en el reconocimiento de los errores cometidos, en la ejemplaridad de las acciones, en la generosidad en la entrega mutua y en la inteligencia para revisar estrategias y métodos para proponer caminos viables y posibles en el corto plazo y en la adversidad.