Cientos de estudiantes acomodan sus sillas sobre la calle Puán. Otros tantos cortan la calle Santiago del Estero sobre la que se levanta el edificio de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA (que tanta lucha costó conseguir) y se reúnen en círculo para escuchar a sus profesores. Los autos que pasan por la avenida Calchaquí se detienen al 6200 para ver lo que está sucediendo en los viejos laboratorios de YPF abandonados en los años 90 y hoy reconvertidos en la Universidad Nacional Arturo Jauretche (otro símbolo de los avatares del país). 

Escenas como estás se reproducen en toda la Ciudad de Buenos Aires, en José C. Paz y en Los Polvorines, en Avellaneda y en Lanús, en San Martín, en La Matanza y en todas las universidades del conurbano, en la Plata y en Mar del Plata, en Córdoba, en Rosario, en Mendoza, en Jujuy y en Tierra del Fuego, y en todas y cada una de las provincias del país. A lo largo de estos días la Argentina se ha vuelto una especie de “gran clase pública” donde todas y todos se acercan a conversar (savia vital de la universidad y de la vida democrática) y lo hacen con desesperación pero con entusiasmo y hablan de Platón o de la Revolución de Mayo, de teología medieval o de física cuántica, participan de una “lección de anatomía” o de un taller de ingeniería, aprenden a resolver una ecuación matemática o a escribir un soneto. Se puede ver en acto una Comunidad Universitaria Organizada. Espectro de la Argentina manuscrita. Universidades por todos lados.

¿Pero no todas las clases son públicas? Se dirá. Desde luego, pero en el contexto actual lo que debería ser algo frecuente se ha convertido en una gran extravagancia, “casta”. Por eso anida aquí una práctica de resistencia, un acto de desobediencia civil, una forma de la sublevación. Porque, entre otras cosas, las “clases públicas” –las clases y lo público–, están en riesgo en la Argentina.

Primero, las clases. La política de ajuste y desfinanciamiento de todo el sistema universitario y del sistema científico y tecnológico, la caída del salario de sus trabajadores docentes y no docentes, y las dificultades económicas de los estudiantes, ponen en riesgo la existencia de la universidad pública. Vale la pena imaginarse un mundo sin universidades. A ver, hagamos el intento. ¿Ya está? ¿De verdad eso queremos? Por estos días se han citado rankings, premios Nobel y grandes descubrimientos científicos para fundamentar la importancia de la universidad argentina. Pero la universidad es mucho más que eso. Constituye una dimensión fundamental de la vida democrática sin la cual la Argentina sería mucho más desigual, mucho más pobre, mucho más injusta.

Pero también las clases están en riesgo por lo que podemos llamar aquí la neoliberalización de la universidad, es decir, la colonización de la universidad por las lógicas contemporáneas de acumulación de capital. La proliferación de zooms, meets, classrooms, campus (todos dispositivos de grandes empresas multinacionales) a los que nos vemos sometidos, en parte, por las políticas de ajuste y desfinanciamiento, aunque no solo por ellas. También debemos discutir aquí las formas de concebir la producción, distribución y circulación de los saberes y los conocimientos cuando estos se reducen a los términos de utilidad, productividad, gasto e inversión. Ya una larga tradición que va al menos de Aristóteles a Giorgio Agamben, pasando por Marx, por Bataille, por Deleuze, notó la relevancia de los “saberes improductivos”, aquellos saberes no funcionales al lenguaje empresarial y a su intercambio mercantil. Saberes que son, por ello mismo, críticos, y que alojan a su interior la vieja pregunta por la emancipación.

Segundo, entonces, lo público. También lo público está en riesgo en dos sentidos a la vez. Por un lado, por el ataque a las instituciones públicas nacionales: el cierre de Télam y el despido de trabajadores del Conicet, de la Televisión Pública, de la Radio y de la Biblioteca Nacional y de múltiples áreas del Estado que son fundamentales para el cuidado de la “cosa pública”, de la respública. Que permiten o hacen posible que exista algo así como lo público o lo que es de todos o lo común.

Pero también hay un sentido de lo público que está en riesgo, como un animal en extinción, cuando se pretende que todo sea privado, que todo esté regido por el mercado, por las leyes de la oferta y la demanda, que todo sea considerado una mercancía, algo que se compra y se vende: desde la salud hasta la educación, desde el trabajo hasta el arte, desde la política hasta las relaciones amorosas. El proyecto neoliberal-libertario es el mundo -el Estado y la vida- convertido en una gran empresa. A esto le llaman “batalla cultural”. ¡Viva la libertad, carajo!

Vaya forma de reñirse con la lengua. Tomemos esta cuestión, por caso, la libertad, pues ella misma no es extraña a la relación público-privado de la que hemos venido conversando. Algo ha pasado en la historia de nuestros lenguajes e instituciones políticas para que hoy en día la palabra libertad refiera al ámbito privado, y la obediencia -si es que pensamos la obediencia como lo contrario de la libertad- al ámbito público. En nuestro ámbito privado, alguien dirá, somos libres, hacemos lo que queremos: en nuestra casa, con nuestros hijos, con nuestra plata. El problema aparece, justamente, cuando el Estado, como manifestación de lo público, se mete a cobrar impuestos, a intervenir en los precios de las cosas, a educar a nuestros hijos, a cuestionar cómo hablamos. Pero se equivocan quienes así dicen porque piensan la libertad al revés.

En su sentido originario la palabra “privado” estaba asociada con el hecho de estar excluido de algo, por ejemplo, de libertad. Significaba estar negado, limitado o retirado del ámbito de la libertad que solo puede realizarse, justamente, en público, es decir, ante la presencia o en compañía de otros. Siempre y cuando esos otros sean considerados iguales. De modo que libertad sí, pero con igualdad. Porque igualad sin libertad es esclavitud, pero ésta sin la primera es dominación o sometimiento, no libertad. Los latinos tenían una fórmula palabra para resolver este problema, aequa libertas. En efecto, igualdad y libertad no son dos palabras sino una: igual-libertad.

¿Qué es entonces libertad? En el lenguaje cotidiano se suele decir que la libertad es aquello termina cuando comienza la libertad del otro. Pero ¿quién es el otro bajo esta idea de libertad? El otro es un obstáculo o un impedimento a mi propia libertad y mi propio poder. Cuanto más aumenta mi libertad más disminuye la libertad del otro. Así lo pensó buena parte del liberalismo que reivindicamos y discutimos.

¿Agota sin embargo esta mirada todos los sentidos que la palabra libertad contiene? ¿No es posible pensar la libertad de otra manera? ¿No podemos pensar la libertad de un modo donde el otro no sea solo un límite sino la posibilidad de expansión de mi libertad? Donde seamos más libres no contra o a pesar de los otros sino con y gracias a los otros.

En el siglo XVII, un filósofo holandés, de tradición hebrea, que había sido de joven expulsado y exiliado de su comunidad, conocedor de nuestra lengua y de apellido Spinoza, elaboró un concepto de libertad que hoy debiéramos retomar para nosotros. En su Ética, Spinoza escribió: “El hombre no es un imperio dentro de otro imperio. El hombre cree que es libre porque es consciente de sus acciones, porque actúa de manera voluntaria. Pero desconoce las causas que lo determinan». Las causas que determinan, o, si se quiere, condicionan, nuestras acciones son múltiples y variables. Ningún hombre es una isla. Estamos atravesados por múltiples determinaciones: una historia, una cultura, una lengua, una vida con otros. Nadie vive en soledad. Somos en y con los otros, somos en común. El Ser es siempre ser-en-común. De ahí nuestra naturaleza política. Mal que lo nieguen. La libertad es el otro.

Por eso, las clases públicas son actos de una ciudadanía democrática. De un pueblo soberano que cuida la democracia porque cuida sus instituciones del saber y sus instituciones públicas, como así también sus formas de expresión y manifestación colectiva. Porque para que haya libertad, verdadera libertad, tiene que haber democracia. No es que no la haya, sino que se pone en peligro cuando se atacan los ámbitos del pensamiento y se destruyen los bienes públicos. También aquí es importante señalar que decimos cuando decimos democracia. Naturalmente no nos referimos únicamente a un conjunto de reglas e instituciones, aunque sin ellas no hay democracia. Pero la democracia es fundamentalmente una forma de vida. Es la asociación general de los seres que preserva, mantiene y expande el derecho de todos a todas las cosas. El derecho a tener derechos, inherente a nuestra condición humana que ningún gobierno puede cancelar sin convertirse en una tiranía. El derecho de los pueblos a imaginar y recrear una sociedad y una vida más justa. Contra las fuerzas del cielo, el subsuelo de la patria sublevada.

Pero permítaseme a esta altura realizar una advertencia. Es que no quisiera que este breve texto sea leído como una forma de adoctrinamiento. Lejos se encuentra mi “yo” de pretender el lugar que han ocupado las grandes doctrinas políticas de un Maquiavelo, un Hobbes, un Locke o un Rousseau. Allí habita el corazón de las grandes tradiciones que han conformado buena parte de nuestras ideas e instituciones políticas: liberalismo, republicanismo, democracia. También somos conscientes que hemos hecho aquí un pequeño desvío para volver al comienzo. Y es que quizá, aún sin saberlo, esto no haya sido finalmente más que una pequeña y modesta clase.

* Diego Conno es politólogo, director de la carrera de Ciencia Política de la Universidad Nacional Madres de Plaza de Mayo.

Fuente: https://www.pagina12.com.ar/730572-clases-publicas