Vicente Romero se ha tomado varios cafés con el diablo. Ha tenido varios encuentros con las distintas personificaciones del mal que asumen represores a lo largo y ancho del mundo: desde los que torturaron en Guantánamo y en Camboya hasta los que lo hicieron en Chile y en Argentina. Hombres de carne y hueso, conscientes de sus actos y, en la mayoría de los casos, orgullosos de sus crímenes.
El periodista español acaba de publicar con ediciones Akal un libro, que lleva por título Cafés con el Diablo, en el que narra su descenso a los abismos del mal. De visita por Buenos Aires, Romero conversó con Página/12 largamente sobre su experiencia con los represores argentinos.
Romero llegó por primera vez a Buenos Aires en 1973. Son casi 50 años de conocimiento mutuo, pero reconoce que todavía no sabe cómo explicar la política argentina. Dejó el país tras una amenaza de muerte. Volvió, a pesar de los Falcon que lo seguían. En uno de esos retornos entrevistó a Ramón Camps, el general que estuvo a cargo de la Policía y de un sinfín de centros clandestinos de detención en la provincia de Buenos Aires. En esa entrevista de enero de 1983 –en las postrimerías de la dictadura–, Camps declaró que no quedaban desaparecidos con vida.
– ¿Cómo fue su encuentro con Camps?
— Camps creyó que yo era un periodista de extrema derecha. Me abrió la caja fuerte, estaba jugando con la pistola aquella que era su fetiche y me enseñó el informe que le había mandado al Papa. Me gustaría saber por qué, habiendo publicado aquella entrevista entonces y habiendo sido reproducida por toda la prensa argentina sin que Camps la desmientiera, no se le pide al Papa argentino información sobre si es verdad que ese documento existe. Sería importante que lo entregue porque en ese documento –que yo he visto con mis propios ojos– hacía referencia a 5.000 muertes en las que admitía su responsabilidad. Estaban consignadas las circunstancias de muchas de esas muertes, las formas en que fueron eliminados los cuerpos y los enterramientos.
– Algunos represores a los que ha entrevistado admiten que existen los archivos. Otros, como Carlos Españadero –que pertenecía al área de inteligencia, la que determinaba los blancos– lo niegan. ¿A qué le parece que se deba ese vaivén?
– Todos lógicamente callan muchísimo más de lo que cuentan y uno de los que más calla es Españadero: por no comprometerse él mismo, por no delatar a compañeros suyos ni buscarse problemas con la Justicia. Por multitud de razones, todos callan. Españadero tenía interés de explicarme esa historia según la cual él salvó a los niños de Santucho. Por escrito y por teléfono me contaba que se había enamorado a su edad de una vecina y que había pedido permiso para irse a la casa. Yo creo que las cosas que me contó son sinceras en gran medida, pero también se calla muchas. Igual que Camps, que me enseñó ese documento que es más que una autoconfesión. Sin embargo, cuando le pregunté por Clara Anahí –que ha sido una de mis obsesiones porque una de las personas a las que más he querido y sigo queriendo es «Chicha» Mariani– me dijo que la niña estaba muerta y se lavó las manos.
– ¿Encontró algún atisbo de arrepentimiento?
– No es una confesión con un cura en la que se arrepientan. Al contrario, no he encontrado ningún arrepentido. Quizás el único medianamente arrepentido sea (Adolfo) Scilingo.
– ¿Y el expolicía Carlos Alberto Hours, que también actuó en la provincia de Buenos Aires?
– Ése ha sido uno de los más listos porque, por decirlo en argentino, se borró. Declaró en el Juicio a las Juntas y después desapareció. Lo localizó Fabio Alberto Díaz, productor de la Televisión Española en Buenos Aires. También fue sincero y fuimos con él al cementerio de Avellaneda. Hay una imagen de él diciendo: “Aquí está enterrado un chaval de doce años al que mataron de un itakazo en la cabeza”. Después, allí en el cementerio de Avellaneda, aparecieron las fosas. Papel importante tuvo, puesto que recibió la orden de San Miguel Arcángel, la máxima condecoración de la policía, y precisamente por coordinar policía y ejército en Monte Chingolo, lo que tampoco fue ninguna tontería.
– ¿Por qué hablan estos represores?
– No lo sé. Por qué me recibió Camps, sí lo sé: porque acaba de publicar el libro Caso Timerman: Punto Final. Pero no sé por qué han hablado los demás.
— ¿Pero usted cómo toma la decisión de abordarlos? ¿Camps fue el primero?
– Sí, pero me habría gustado hablar con muchos más. Por ejemplo, me hubiera gustado hablar con (Miguel) Etchecolatz. Por ejemplo, al “Nabo” Barreiro lo conocí cuando era el portavoz de los carapintadas. Él me contó en ese momento que llevaba a sus hijos a un colegio católico, que quería darles una formación moral y espiritual. Luego apareció en Madrid y me llamó. Entonces me fui a comer con él. Mi mujer me decía: «¿Cómo te puedes ir a comer con un tipo así?». Si me invita la serpiente pitón del parque zoológico, voy para saber qué piensa, cómo actúa, cuál es su código de valores. Después, Barreiro se fue a los Estados Unidos, lo trajeron, lo juzgaron y pedí verlo. Me recibió diciendo: «Qué huevos que tenés, Romero. Me puteas en todas partes y vienes a verme a la cárcel». Hay otros que se han negado a volver a verme. A (Gonzalo) Torres de Tolosa lo vi, dijo todas las barbaridades que quiso y cuando lo volvimos a llamar para el libro, respondió que no quería volver a verme nunca más.
– En las entrevistas muchos se muestran ajenos a la tortura, quizá con excepción de Barreiro…
– No sólo los argentinos. Si tú hablas con los chilenos, los jefes dicen que ellos no se han manchado las manos. Para ellos había una mano de obra barata que era la que ejecutaba las torturas, ellos podían ir y asistir a la reunión de tortura pero no torturaban. Cuando yo estuve preso en el campo de Cuatro Álamos de Chile durante cuatro días con mi mujer –los dos con las manos atadas con alambres, con cartulinas en los ojos– los carceleros eran semianalfabetos. Hay otros a los que les dieron la oportunidad de sentirse Dios torturando. Eso dice Mariana Dopazo, la exhija de Etchecolatz, sobre el disfrute del goce cruel. Se ve que lo han tenido los militares norteamericanos en las cárceles secretas de Afganistán, de Irak. El jefe de los torturadores de los Jemeres Rojos reconoce que han disfrutado el sentirse Dios, el tener derecho sobre la vida y la muerte.
— Muchos también dicen que no hablan porque no hablan los jefes en una especie de obediencia debida. ¿Lo creen o es una excusa?
– No lo sé. Es que definitivamente yo no puedo entender esa mentalidad en la que hay un valor máximo que es la obediencia y una falta de ética total y absoluta que les hace decir, como dice Españadero, que a los militares se les enseña que matar es bueno, que hay que matar y el que no mata es un cobarde que no cumple con su deber. Están todos los valores subvertidos. Bastante he hecho en contenerme, en no agarrar a estos hijos de puta de las solapas cuando me estaban contando todo eso, cuando Prak Khan (en Camboya) dice: «Yo tenía que esmerarme en la tortura porque, si no me esmeraba en la tortura, mis jefes podían pensar que estaba empatizando con el torturado y que me estaba haciendo cómplice del enemigo». Él explica que lo que lo movía a él era el miedo. Se justifica de esa manera porque resulta que de los siete que eran, seis torturadores no se esmeraron bastante y fueron eliminados. Y él sobrevivió, claro.
— Incluso si se entendiera el miedo o que eran analfabetos como los guardias de Chile o casos de Argentina, lo cierto es que esa gente sigue sin hablar décadas después. Si eran tan marginales, ¿también eran parte del pacto de silencio?
— Efectivamente ha habido un pacto. Lo sorprendente es que ese pacto haya funcionado.
Fuente: https://www.pagina12.com.ar/417308-todos-los-represores-callan-mas-de-lo-que-dicen